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lunes, 7 de febrero de 2011

Nuevos desafíos de América Latina

AMÉRICA LATINA,
CRECIMIENTO Y DESAFÍOS

JOSÉ MIGUEL INSULZA
SECRETARIO GENERAL DE LA OEA
SEGUNDA PARTE Y FINAL
Con todo, la situación actual de América Latina y el Caribe presenta un conjunto de elementos favorables que permiten pensar que, de mantenerse y profundizarse, es posible revertir los aspectos negativos y dar a la región un nuevo impulso hacia una posición de mayor justicia y desarrollo. Estas tendencias favorables dependen aún de factores externos, como la actual situación favorable de la economía mundial; pero también requieren un esfuerzo interno que es principalmente político y tiene que ver con la extensión de la democracia y los derechos humanos y la profundización de la gobernabilidad externa.
Según estimaciones de la Comisión Económica Para América Latina y el Caribe de Naciones Unidas (CEPAL)[7], el Producto Interno Bruto regional creció un 5,3% durante 2006, lo que representa un aumento de 3,8% por habitante. Se trata del cuarto año consecutivo de alza y del tercero por sobre 4%, lo que a su vez contrasta muy favorablemente con el crecimiento promedio de 2,2% anual experimentado entre 1980 y 2002. Para 2007 se espera una ligera desaceleración que llevaría al PIB regional a un crecimiento en derredor del 4,7%, pero aún en esa circunstancia el período 2003 – 2007 habrá concluido con un alza acumulada cercana al 15%.
Según la misma CEPAL, la región experimentó además un aumento de 8,4% en el volumen de sus exportaciones durante el año pasado, a lo que se sumó una mejoría en los precios de los principales productos de exportación que se tradujo en un alza de más de 7% en los términos de intercambio con respecto al año anterior. Del mismo modo la mayoría de los países registró un descenso de la inflación, que bajó de un 6,1% (promedio ponderado) en 2005 a un 4,8% en 2006.
Este buen rendimiento económico ha hecho sentir parcialmente sus efectos en otras áreas y particularmente en una de mucha sensibilidad regional: la pobreza. Efectivamente, de acuerdo a cifras de la propia CEPAL, basadas en encuestas directas de hogares en 18 países de América Latina más Haití, durante el último año el número de pobres habría disminuido de 209 millones a 205, lo que representaría una baja desde el 39,8 de la población en 2005 al 38,5 en 2006. El número de indigentes, a su vez, habría disminuido en dos millones (de 81 a 79) lo que representaría una variación desde el 15,4 al 14,7 por ciento. La importancia de los avances en este terreno se torna aún más relevante si las cifras de 2006 son comparadas con las de 2002, año en que los pobres se elevaban a 221 millones y los indigentes a 97, por lo que durante el período se habría reducido en 16 millones el número de pobres y en 18 millones el número de indigentes. Los últimos cuatro años, en consecuencia, han sido también los de mejor desempeño social regional en los últimos veinticinco años.
El mejoramiento de la situación económica se ha visto acompañado de una mayor estabilidad política y un fortalecimiento del sistema democrático. En el período reciente no se han presentado situaciones de crisis y, por el contrario, la mayor parte de los países de la región han renovado sus gobiernos a través de elecciones legítimas, con buena participación y resultados aceptados por todos.
Sólo entre diciembre de 2005 y diciembre de 2006 se realizaron trece elecciones presidenciales, lo que lo convierte en el año en que más elecciones presidenciales ha habido en toda la historia de América Latina y el Caribe. Si se considera adicionalmente que en la región sólo veintiún países tienen régimen presidencial, lo anterior significa que la mayoría tuvo elecciones en un solo año; y todas ellas –incluso aquellas con resultados tan estrechos que provocaron ciertas tensiones o dificultades en el momento de reconocerlos- estuvieron marcadas por el signo de la normalidad democrática. Durante el año, además, se realizaron doce elecciones legislativas, dos referendos y una elección de Asamblea Constituyente.
Para percibir la verdadera importancia de esta situación democrática, es menester compararla con lo que ocurría en la región pocas décadas atrás, cuando no había entre esos veintiún países trece que tuvieran democracia, y mucho menos elecciones limpias y competitivas en las que pudiera vencer la oposición y el gobierno estuviere dispuesto a entregar la conducción del país a sus adversarios.
La recuperación de los principios y de la práctica de la democracia ha tenido, a su vez, efectos en la percepción que los propios latinoamericanos tienen de ésta. Así, la encuesta regional anual conocida como “Informe Latinobarómetro” muestra, en su versión 2006 dada a conocer el 9 de diciembre pasado, que el porcentaje de la población de América Latina que opina que “la democracia puede tener problemas, pero es el mejor sistema de gobierno”, se elevó a 74% en promedio en 2006, lo que contrasta con lo que ocurría cinco años antes, en 2002, cuando sólo un 68% de la población pensaba de esa manera. Y contrasta mucho más vigorosamente aún con la respuesta entregada a otra encuesta realizada por “Latinobarómetro”, esta vez en 2004, que mostró que ese año, en promedio, los latinoamericanos opinaban en un 55% de los casos que no les importaría sufrir un gobierno no democrático si éste resolvía los problemas económicos de su país.
Todo eso llama a ser optimista, más aún si se considera que durante los quince años anteriores hubo dieciséis gobiernos que no terminaron su mandato. Pero este optimismo debe ser acompañado de una extrema cautela, porque es preciso reconocer que persisten en la región una serie de importantes incertidumbres. Las he agrupado en torno a cuatro grandes temas.
1.- EL DESAFÍO DEL CRECIMIENTO
El crecimiento está en la base de las posibilidades de mejorar en todos los otros planos. Algo importante de tener en consideración en nuestra región, que ha crecido a un ritmo menor que cualquier otra región del mundo en los últimos veinticinco años. Las economías emergentes de Asia, el Oriente Medio, Europa Central y del Este, así como los “países recientemente industrializados” de Asia, siguen superándonos en este terreno y también el mundo desarrollado. Por contraste con el crecimiento en otras regiones, hay países en América Latina que no han crecido nada y aún otros, como Haití, que incluso han disminuido sostenidamente su ingreso por capita en los últimos veinte o treinta años.

¿Por qué esta debilidad? En mi opinión existen por lo menos siete razones que explican la fragilidad de nuestro crecimiento. En primer lugar la persistencia de sectores financieros débiles que impiden a nuestros países beneficiarse de oportunidades de inversión más lucrativas. En segundo término la ausencia de un sistema energético regional bien definido, que elimine las inseguridades sobre el abastecimiento de energía en la mayoría de nuestros países. Tercero, un nivel muy insuficiente de comercio intraregional, que recientemente se ha visto agravado por tendencias a elevar el proteccionismo. Cuarto, los bajos niveles de ahorro e inversión que son característicos de la abrumadora mayoría de nuestros países. Quinto, la ausencia de sistemas tributarios eficientes que permitan a los países de América Latina y el Caribe incrementar sus actuales niveles de recaudación relativamente bajos. Sexto, la baja calidad del gasto público en nuestros países. Séptimo, la aún más baja competitividad regional, puesta de manifiesto por el “Global Competitivnes Report” de 2006, en el que los únicos países de la región que se sitúan entre los primeros cincuenta (entre ciento diecisiete) son Chile (27) y Barbados (31).
La superación al menos relativa de algunas de estas insuficiencias será determinante para saber si es posible mantener ese crecimiento por un periodo prolongado, o si tal crecimiento se debe solamente a circunstancias externas y, en consecuencia, se desvanecerá apenas el ciclo económico internacional haya cambiado de signo.
Somos conscientes, por otra parte, que la superación de esas insuficiencias nos podrá permitir crecer a un ritmo más acelerado. No nos garantiza, sin embargo, que ese mayor crecimiento vaya a beneficiar a los más necesitados de entre los habitantes de nuestra región y que, por el contrario, simplemente contribuya a aumentar las desigualdades ya existentes. Es preciso recordar a este respecto que no es la primera vez que democracia y crecimiento coinciden en nuestro continente; que a principio de los años noventa ya tuvimos una situación semejante –con una democracia que entonces renacía entre nosotros- y que en esa oportunidad las esperanzas de millones de latinoamericanos y caribeños se vieron frustradas.
Y la tendencia actual al respecto no puede dejar de ser preocupante. Por ejemplo, estudios de la misma CEPAL sobre el cumplimiento de las metas del milenio nos muestran que los países más pobres de nuestro hemisferio son los que van quedando rezagados en su cumplimiento y que por lo tanto es bastante probable que en el futuro se extienda la brecha entre ellos y los países más ricos. Es posible constatar, por otra parte, que incluso en aquellos países de mayor crecimiento no se ha visto un mejoramiento sustantivo de la distribución del ingreso o una disminución importante de la pobreza, no obstante que la pobreza efectivamente haya disminuido en el último año de manera sensible en toda la región.
También soy consciente de que no ayuda a lograr el objetivo del crecimiento el clima de incertidumbre que, respecto de las políticas económicas y públicas, se crea muchas veces en nuestros países. Contrariamente a lo que muchos creen, el capital –es decir los recursos de inversión necesarios para el crecimiento- no es atraído exclusivamente por la perspectiva de la ganancia, que ciertamente tiene que existir, sino también por la estabilidad política, la seguridad y la certeza
de las reglas del juego. Si quienes pueden invertir en nuestra región en emprendimientos de largo plazo sienten que su inversión puede ser amenazada por cambios en las reglas del juego o por la corrupción o la delincuencia, ciertamente no invertirán, lo que significa que desperdiciaremos esos recursos. Por el contrario, los únicos recursos que en esas condiciones podremos aspirar a recibir serán aquellos de corto plazo o especulativos que la mayor parte de las veces no dejan beneficio alguno a nuestros países.
Muchos de los países citados en estudios recientes como actores de la sociedad del futuro, gozan en la actualidad de menos democracia y muestran peores índices que los nuestros en materias tan relevantes como pobreza y analfabetismo. Buena parte de los países que son visualizados como base de la industria del futuro tienen hoy centenas de millones de pobres y en países que actualmente son sostenedores de la industria mundial del software la mitad de la población es analfabeta. Uno de los grandes “milagros" económicos de nuestros días tiene hoy niveles de desnutrición equivalentes a los del África Subsahariana. Sin embargo son sistemas estables que ejercen reglas del juego claras y que están disponibles para permanecer dentro de las actualizaciones de la globalización. Esas son las características que garantizan su condición de actores del futuro.
En nuestro caso, lamentablemente, no es esa la imagen que ofrecemos. Experimentamos la realidad de unas economías estables, pero acompañada de la percepción de que en muchos casos esa estabilidad no está garantizada debido a la falta de consenso respecto de sus instrumentos. Por ello es que no puede dejar de llamar la atención favorablemente que al analizar los pronósticos previos a las últimas elecciones presidenciales habidas en la región, se pueda distinguir como común denominador la afirmación de que cualquiera hubiese sido su resultado no se habría modificado la política económica del país correspondiente. Y se trataba de elecciones en países tan determinantes de la economía regional como Brasil y México. Esa es la seguridad que nuestros países deben ofrecer si quieren captar los recursos que necesitan para desarrollar su infraestructura o su energía; si buscan captar las inversiones de largo plazo que requieren para asegurar un crecimiento estable. La seguridad de que nuestras economías son estables porque nuestras políticas básicas también lo son.
2.- LOS LÍMITES DE LA INTEGRACIÓN
El proceso de integración regional y subregional presenta un panorama muy diverso en distintas partes del hemisferio. El CARICOM, por ejemplo, enfrenta hoy día la discusión acerca del tránsito desde el mercado único hacia la economía común y en América Central cada día se hacen mayores progresos en materia de integración en un sentido amplio que incluye, además de los temas económicos, temas migratorios y de otro tipo. El NAFTA, por su parte, es hoy una realidad que nadie puede negar y en las elecciones recientes en Canadá y México no se escuchó siquiera una voz que clamara por volver atrás en ese terreno; más bien al contrario, lo que se pudo oír
fueron proposiciones para perfeccionar el sistema.
Así pues, el problema y el desafío, en este caso, competen especialmente a América del Sur donde es posible identificar una tendencia negativa en los últimos años, un cierto decaimiento de las políticas reales de integración.
Lo cierto es que en América Latina se ha ido cíclicamente de una pesimista comparación con Europa a eufóricas declaraciones relativas a la inminencia de una integración “aquí y ahora”, sin que se visualice una efectiva disposición ni de sacar las enseñanzas que derivan de la experiencia europea ni de avanzar realmente en un proceso integrador. Todo ello resulta aún más lamentable si se considera que este hemisferio, y sobre todo el Sur del hemisferio, comenzó a hablar de integración mucho antes que Europa para quedar luego tremendamente atrasado con relación a ésta [8]. Un fenómeno cuya única explicación parece ser que, a diferencia de Europa, en Sur América se ha optado siempre por detener el proceso ante cualquier escollo –grande o pequeño- que se haya encontrado en el camino y esas detenciones, en no pocas oportunidades, han llevado a dramáticos retrocesos.
Por contraste, si observamos a la Unión Europea podremos constatar que se trata de un proceso de integración que nunca se ha detenido. Ha sido criticado y duramente en muchos países de la Unión, ha tenido altos y bajos, ha atravesado por enormes problemas pero siempre ha seguido adelante Nuestra historia
en cambio, como he señalado, es una historia de avances y retrocesos cuya única explicación razonable es que, a diferencia de Europa, nosotros hemos tendido a eludir los verdaderos problemas que trae consigo un proceso integrador.
El primero y quizá principal entre esos problemas es, querámoslo o no, el de la reticencia ante la “supranacionalidad”, o si se prefiere la resistencia a ceder soberanía para alcanzar la integración. Y si algo demuestran todas las experiencias exitosas en este terreno es que no puede haber una integración real sin una cesión igualmente real de soberanía.
Todos los temas comerciales son potestad de la Unión Europea y no de sus países miembros. ¿Contamos con algo parecido en América Latina? Por cierto que no y ni siquiera soñamos con tenerlo. En una región en la que ni siquiera tenemos mecanismos de solución de controversias, existe una mucha menor disposición –sobre todo en el Sur- de entregar a alguna entidad supranacional atribución alguna en materia económica o comercial.
El segundo gran problema es que aparentemente se cree que, por ser la integración económica una situación en la que todos han de ganar, nadie tendrá que pagar por ella. Se trata sin duda de un error, pues no habría habido integración europea si algunos países no hubiesen aportado el dinero necesario para financiarla. Es más: no habría habido integración europea si desde los años cincuenta y hasta hoy día, algunos países no hubieran estado dispuestos a pagar ingentes sumas de dinero para financiar los costos que, para la agricultura de otros países, tenía esa integración. Y, así como financiaron ese esfuerzo en materia agrícola,
los mismos países financiaron un amplio conjunto de otras materias de presupuesto común europeo, teniendo siempre en consideración que ese gasto presente iba a redundar en enormes beneficios futuros.
Guardando las distancias, no hay mucha diferencia entre esa situación y la de América del Sur hoy día. También entre nosotros hay países grandes y pequeños y países que cuentan con más recursos que otros. Y si no existe disposición a replicar de alguna manera esos “Acuerdos Diferenciados” en que no todos contribuyen o se benefician en la misma proporción, no se va a llegar muy lejos en materia de integración efectiva.
El tercer problema dice relación con una suerte de obsesión maximalista respecto de la integración. La obstinación con que se plantea que, desde un inicio, ésta debe ir “desde el Río Grande hasta la Tierra del Fuego”. Lo cierto es que, en Europa, un acuerdo que hubiese ido desde el Báltico hasta las Islas Griegas no habría prosperado jamás: la integración europea es lo que es porque ha avanzado en forma paulatina. Y justamente por ello es que, entre nosotros y no obstante sus dificultades, son tan promisorios los acuerdos subregionales: el MERCOSUR o la Comunidad Andina son más reales y generan más esperanza que la ilusión de unificar, de una vez, al conjunto del continente. Esperando las condiciones para alcanzar esa integración “de una vez” sólo se puede terminar en la condición de una flota que marche a la velocidad del barco más lento; una situación que únicamente sirve para que todo el continente termine rezagado. Por el contrario, es mi firme convicción que los países que estén dispuestos a avanzar más rápido deben integrarse entre sí a la mayor velocidad posible. Y debe tenerse consciencia de que, para avanzar rápido, inevitablemente se deberá enfrentar temas aún más complejos, como el de la integración de las políticas económicas porque ciertamente es muy difícil, sino imposible, lograr la integración entre países que no lleven adelante políticas similares. En suma, para integrarse los países tienen que tener algo o mucho en común; se trata de un factor que también nos muestra la integración europea: que la integración ocurre entre países que son afines antes de integrarse.
3.- EL DESAFÍO DE LA DEMOCRACIA
Ninguna de las situaciones que podrían calificarse como efectivamente críticas vividas por América Latina en los últimos años fue provocada por revoluciones o golpes militares o tuvo una raíz ideológica, sino que se originaron en momentos de descontento popular que terminaron por expresarse de manera tumultuaria. Tal descontento está bastante extendido entre la gente común, que observa, con una impaciencia creciente la ineficiencia y a veces también la corrupción de sus gobiernos, no obstante que ellos hayan sido generados democráticamente o que gobiernen con estricta observancia de la Constitución y las leyes.
La política no es sólo materia de ideas o valores sino también, y mucho más importante, de resultados que sean benéficos para el pueblo. Y es allí en donde algunos de nuestros gobiernos y algunas de nuestras elites políticas han fallado, porque para hacer un buen gobierno no basta con sentir y comportarse como un demócrata: el verdadero desafío es mantener la estabilidad de la democracia proveyendo al mismo tiempo a los ciudadanos de todos aquellos beneficios y soluciones a sus problemas que esa misma democracia les promete. Eso es lo que yo entiendo por gobernabilidad: un tema que concierne a la eficacia y a la eficiencia de los gobiernos y que, como acabo de decir, en mi juicio es la condición necesaria para abordar luego la superación de todos nuestros restantes desafíos.
El primero de ellos es ser conscientes de que la ampliación de la democracia y sus instituciones son justamente las primeras obligaciones de un gobierno democrático. Para ello son un requisito imprescindible la participación y el consenso. Por el contrario, la exclusión y a veces la represión del adversario son un seguro camino para el debilitamiento de las instituciones democráticas. Esta obligación no siempre es tenida en consideración por nuestros gobernantes que, con alguna frecuencia y sin importar su historial democrático previo, no bien adquieren el favor de la mayoría caen en la tentación de buscar formas de ampliación de sus potestades o de prolongación de sus mandatos más allá de sus límites originales. Al actuar de esta manera estos gobiernos, aunque hayan sido electos democráticamente, no gobiernan de manera democrática pues no cumplen con el primer deber de un gobierno democráticamente electo: ejercer el poder de la misma manera democrática, ampliando la libertad mediante la inclusión, la transparencia y la participación.
Debo anotar que no se trata de un fenómeno que afecta sólo a nuestra región pues, como ha señalado Fareed Zacharia [9], existen en la historia muchos casos de gobiernos que han sido electos por una clara mayoría y luego, casi siempre con el apoyo complaciente de esa misma mayoría, han suprimido la libertad de expresión, limitado la libertad de prensa y en general de disidencia, han promovido o tolerado la discriminación y han violado los derechos humanos. Se trata de gobiernos que han sido electos democráticamente pero que no han gobernado de manera democrática. El tema, por cierto, ha abierto una discusión teórica –de la que el propio Zacharia no ha sido ajeno- entre quienes sostienen que basta que un gobierno se constituya democráticamente para que su legitimidad esté garantizada y quienes afirman que para legitimarse democráticamente los gobiernos deben además practicar un ejercicio democrático del poder del que están investidos.
La Organización de los Estados Americanos tiene una posición sólidamente consolidada sobre este punto, expresada en su Carta Fundamental y reafirmada en la Carta Democrática Interamericana aprobada por los cancilleres de las Américas en septiembre de 2001. En esta última se establece: “son elementos esenciales de la democracia representativa, entre otros, el respeto a los derechos humanos y las libertades fundamentales; el acceso al poder y su ejercicio con sujeción al estado de derecho; la celebración de elecciones periódicas, libres,justas y basadas en el sufragio universal y secreto como expresión de la soberanía del pueblo; el régimen plural de partidos y organizaciones políticas; y la separación e independencia de los poderes públicos”. Y agrega: “Son componentes fundamentales del ejercicios de la democracia la transparencia de las actividades gubernamentales, la probidad, la responsabilidad de los gobiernos en la gestión pública, el respeto por los derechos sociales y la libertad de expresión y de prensa”.
La implementación plena de esta carta Democrática es indispensable para la creación de un clima de democracia estable en la región. Es la vía para garantizar a todos, a los ciudadanos en primer lugar y al entorno internacional luego, de que estos países no sólo realizan elecciones democráticas, sino que también son capaces de mantener una institucionalidad estable, en que las políticas, las leyes y las formas de gobierno no varían.
Dentro de esta institucionalidad, la separación clara de los poderse públicos y, en especial, la independencia del Poder Judicial y de los organismos de control público es indispensable. La falta de acceso a la justicia es una de las principales frustraciones de los ciudadanos en América Latina. También es preocupante la tendencia a usar la judicatura para fines políticos, sea por parte de los gobiernos para fortalecer su poder o de sus adversarios para atacarlos indebidamente
Por otra parte los sistemas mediante los cuales las autoridades son electas suelen no considerar la necesidad de mayorías estables y, por el contrario, crean condiciones inestables que se mantienen sólo mientras los gobiernos son exitosos. La debilidad de los partidos y otras organizaciones intermedias tiende a acentuar el problema. Como los partidos no son representativos y por lo general no gozan de una gran disciplina interna, las mayorías cambian frecuentemente y no es posible conformar coaliciones políticas estables. La debilidad del sistema convierte a la lucha por el poder en el único elemento constante, dejando poco espacio al compromiso y a la toma de decisiones de largo plazo.
Por ello una condición de la gobernabilidad en nuestra región es la generación de sistemas políticos que permitan una participación amplia y faciliten la formación de coaliciones sólidas y gobiernos mayoritarios. Esto, a su vez, demanda de los partidos políticos una mayor representatividad popular y la capacidad de participar en la formación de esas mayorías.
4-EL DESAFÍO DE LA GOBERNABILIDAD
América Latina y el Caribe tienen hoy democracias elegidas por voto secreto y universal de todos sus ciudadanos. Debe ahora avanzar mucho más hacia la forja de democracias institucionalmente estables, dotadas de efectivo balance de poder, control interno y ejercicio pleno de la ciudadanía política, civil y social.
Los gobiernos deben gobernar democráticamente, pero también deben ser capaces de gobernar realmente. Dicho de otra manera, para ser eficaz en su cometido, un gobierno electo democráticamente debe tener el poder y las condiciones de regir de manera efectiva en su país. Esto dice relación con el estado de derecho y también con el fortalecimiento de las instituciones políticas y los sistemas de representación y, particularmente, con la existencia de instituciones públicas permanentes que sean realmente respetadas. El crecimiento, la generación de empleo, la entrega de certezas para la inversión de capitales, la integración, los problemas de pobreza, discriminación y delincuencia, son todas cuestiones que pueden ser solucionadas con la aprobación y aplicación democrática de políticas públicas eficaces, eficientes y en las que debería considerarse la opinión, la participación y los derechos de todos. Para estar a la altura de esa empresa, sin embargo, los gobiernos de América Latina deben todavía satisfacer algunos requisitos y desarrollar algunas capacidades que se constituyen en requisitos y condiciones de la gobernabilidad.
Este es un problema de difícil superación en América Latina y el Caribe, pues muchos países de la región no están en condiciones de exhibir leyes básicas o instituciones formalmente capaces de sacar adelante políticas públicas. Muchas veces esas instituciones son ineficientes, demasiados “politizadas” o simplemente no son respetadas. Un poder judicial independiente, un Contralor General con poderes suficientes, un sistema impositivo justo y transparente y una fuerza policial eficiente y no corrupta son algunas de las instituciones que, en nuestras democracias, suelen existir en el papel pero no en la realidad.
Un segundo requisito de la gobernabilidad es hoy, más que nunca, la transparencia y la probidad en el ejercicio de la función pública. Sólo unos pocos países de nuestra región escapan a una historia de mal gobierno y aprovechamiento de la función pública para beneficio personal. Debo declarar que creo que en esta materia se ha progresado significativamente en los últimos años y a ello no sido ajena la implementación de la Convención Interamericana Contra la Corrupción, cuyo seguimiento corresponde a la OEA. Pero también es un hecho que subsisten aún focos graves de corrupción que, de no ser corregidos a tiempo, corren el riesgo de extenderse al conjunto de las instituciones en varios países.
El problema de la corrupción es también de imagen; una vez que la población se ha formado la convicción de que sus autoridades son corruptas, toma mucho tiempo convencerla de que esas prácticas han sido superadas. La opinión pública tiende a ver más corrupción de la que hay y la razón de ello es muchas veces la falta de transparencia y rendición adecuada de cuentas en la actividad gubernamental. Por eso hablamos en conjunto de probidad y transparencia. La autoridad debe estar siempre sometida a escrutinio público y ser capaz de dar cuenta también pública de todas sus actividades a través de mecanismos serios, técnicamente eficaces y apartados de la lucha política cotidiana.
Un tercer requisito de la gobernabilidad es que, para ser eficaces en su cometido, los gobiernos deben estar dotados de los instrumentos necesarios. Algo que tampoco ocurre satisfactoriamente con relación a buena parte de los gobiernos de la región, que vieron disminuir significativamente los medios institucionales o materiales con los que antaño podían enfrentar buena parte de los problemas a los que debían dar solución como parte de su mandato esencial. El fenómeno se explica por la reducción, exagerada en muchos casos, del tamaño del Estado.
Uno de los efectos de las reformas de los años noventa en muchos países del mundo en desarrollo fue la desaparición de los aparatos estatales gigantes, lo que constituyó un cambio positivo toda vez que la mayoría de esas estructuras estatales estaban a cargo de actividades productivas costosas, ineficientes o que podían ser manejadas mucho mejor por el sector privado. Sin embargo, bajo la consigna importada de que el Estado era parte del problema y no de la solución, una nueva noción, la de “gobierno pequeño”, sustituyó a la de Estado pequeño y terminó convertida en una cuestión de principios. Sobre esa base se desmantelaron y empobrecieron servicios contribuyendo así a aumentar el número de pobres e indigentes y reduciendo la calidad de la atención que el Estado debe a sus ciudadanos y que ellos esperan y exigen.
La desaparición de estas actividades gubernamentales, sin ser substituidas por nada que cubriera las necesidades que ellas atendían, ha generado una sensación de gran inseguridad en las personas, al grado que justamente desde hace una década muchas encuestas están mostrando que una parte muy significativa de la población vive con altos grados de incertidumbre. Según la encuesta de “Latino barómetro” que he citado antes, más de dos tercios de los latinoamericanos están preocupados por la posibilidad de perder su empleo en los próximos doce meses. La misma incertidumbre la tienen con relación a la posibilidad de lograr acceso a algún sistema de salud y, lo que es aún peor, muchos tienen la sensación de que si bien quizás sus hijos puedan gozar algún día de esos beneficios, ellos no los conocerán jamás.
Hoy está claro que el Estado es muy parte de la solución y que muchos de los problemas que nos afectan, especialmente la reducción de la desigualdad, la provisión de mejores servicios de educación, salud, agua potable y oportunidades de empleo, depende de la formulación de políticas públicas destinadas a ampliar y fortalecer la cohesión social.
Depende también de la presencia, en el aparato del Estado, de funcionarios públicos dotados de competencia profesional para el cumplimiento de sus tareas. A la representación política que ejercen los mandatarios popularmente electos, debe unirse un servicio civil del Estado capaz de mantener la continuidad y eficacia de la función pública. Convertir la administración pública en un simple premio para los vencedores de las elecciones es un vicio que también se practica en el mundo desarrollado, pero que debe ser erradicado para alcanzar los niveles de eficiencia que nuestra gobernabilidad requiere.
Uno de los mitos vinculados al “gobierno pequeño” es que disminuye las posibilidades de corrupción; y digo mito porque no ha sido esa la experiencia de muchos países del hemisferio durante los últimos años. De una parte porque ni los Estados ni los gobiernos –grandes o pequeños- son la única fuente o espacio de corrupción: el sector privado es también fuente, espacio y víctima de la corrupción, como han mostrado muchos escándalos corporativos en los últimos años en nuestro continente y fuera de él. Por otro lado se debe constatar que si bien el Estado puede haber disminuido su importancia como productor directo de bienes y servicios, ha aumentado su capacidad de hacer concesiones y asignaciones de recursos al sector privado, actividades en las que pueden llegar a establecerse asociaciones indebidas entre el dinero y la política.
Lo cierto es que, en materia de corrupción, el tamaño de los Estados y de los gobiernos no importa. Sí es importante, en cambio, la existencia de leyes y normas que proporcionen una adecuada respuesta a la necesidad de separar el dinero de la política; que regulen el lobby; que limiten y hagan transparente el financiamiento de las campañas políticas; que establezcan la obligatoriedad para la declaración de ingresos, propiedades e intereses de los servidores públicos y que permitan también la transparencia de los sistemas de adquisición de bienes y servicios por parte de los gobiernos. Sin elementos de ese tipo, operando de manera permanente y acompañados de un eficiente sistema de contraloría de las actividades públicas, siempre existirá la posibilidad que funcionarios de gobiernos -grandes o pequeños- sean objeto de las presiones y la influencia del dinero.
Quiero concluir esta muy larga presentación con una nota de optimismo respecto del futuro de América Latina y el Caribe, cuya situación he presentado a veces con tintes de extrema crudeza. Hemos salido hace pocas décadas de situaciones de extrema represión y conflicto. Enfrentamos hoy los tremendos desafíos de fortalecer nuestra democracia, asegurar el crecimiento, reducir la pobreza y la desigualdad, proteger nuestro medio ambiente y mejorar nuestra seguridad. Son desafíos pendientes, en mayor o menor medida, en el mundo entero. Creo sinceramente que nuestra región tiene los medios para lograr superarlos antes que otras, en la medida en que sus líderes sean capaces de forjar los consensos necesarios para ello y en que en la comunidad internacional se imponga una lógica efectiva de cooperación internacional.

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